Aprendiste más de la vida que de
los libros. Y la vida te enseñó a tener miedo, miedo de todo, hasta de ti
mismo. Por las críticas. Por las opiniones de quienes no te quisieron conocer. Los
que te desarmaron con sus juicios y te dejaron pensado cómo es posible que
estén tan seguros de sí mismos. E imaginas que un día se atragantarán con su propio
veneno y sus lenguas se retorcerán con la ponzoña que supuran.
Pero eso jamás se ha visto. Hay personas que viven encadenadas a su propio discurso como los hay que mueren de espanto al
comprender que se han quedado sin tiempo: que solo les queda un minuto.
Que se perdieron mirando a otro lado en vez de a sí mismos. Actores
de una tragedia, dioses venidos a menos, nadies desorientados en un bosque
de sombras, entre ideas de amores, mentiras y compromisos.
Te estrujas a ver si te queda
coraje, las últimas fuerzas que te permitan componer un reclamo intrigante, un
truco para llamar su atención y dejarles un recuerdo perenne en lugar del vacío
en que te has convertido. Pero estás ensimismado en el sentimentalismo del
funeral. No eres más que un abismo. Te han puesto el traje negro de la
invisibilidad. Adiós, para siempre esta vez. Un Padrenuestro, un Amén y al hoyo…
Dejaste de tener influencia en el mundo; el olvido.
En lo que te queda de muerte,
rememorarás, mil veces y más, el Juicio.
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