viernes, 4 de septiembre de 2020

Guía del Autoestopista Espiritual - Del Sol


"...Montó para ti un espectáculo sin par. Comparado con él, la tentativa de Soledad era un juego de niños. Ella es una mujer tosca. Las hermanitas son verdaderas brujas. Dos de ellas ganaban tu confianza, en tanto la tercera te asustaba y te dejaba indefenso. Jugaron sus cartas a la perfección. Te dejaste engañar y estuviste a punto de sucumbir. El único inconveniente era que tú habías lastimado y curado la luminosidad de Rosa la noche anterior, y ello la había puesto nerviosa. De no haber sido por su nerviosidad, que la llevó a morderte el costado con tanta fuerza, lo más probable es que ahora no es tuvieses aquí. Lo vi todo desde la puerta. Llegué en el preciso instante en que las ibas a aniquilar.

-¿Pero qué podía hacer yo para aniquilarlas?

-¿Cómo lo voy a saber? No soy tú.

-Lo que te pregunto es qué me viste hacer.

-Vi a tu doble salir de ti.

-¿Cómo era?

-Como tú, desde luego. Pero muy grande y amenazador. Tu doble las habría matado. Así que entré y lo interrumpí.

»Tuve que valerme de lo mejor de mi poder para tranquilizarte. Las hermanas no me podían ayudar. Estaban perdidas. Y tú estabas furioso y violento. Cambiaste de color delante nuestro dos veces. Uno de los colores era tan intenso que temí que me dieses muerte también a mí.

-¿Qué color era, Gorda?

-Blanco, ¿qué otro, si no? El doble es blanco, blanco amarillento, como el Sol.

La miré. La sonrisa era completamente nueva para mí.

-Sí -continuó-, somos trozos del Sol. Es por ello que somos seres luminosos. Pero nuestros ojos no llegan a captar esa luminosidad porque es muy débil. Sólo los ojos de un brujo alcanzan a verla, y ello al cabo de toda una vida de esfuerzos.

Su revelación me había tomado totalmente por sorpresa. Traté de poner orden en mis pensamientos para formular la pregunta más adecuada.

-¿Te habló el Nagual alguna vez del Sol? -pregunté.

-Sí. Todos somos como el Sol, aunque de modo muy, muy tenue. Nuestra luz es muy débil; no obstante, de todos modos, es luz.

-Pero, ¿dijo que tal vez el Sol fuese el nagual? -insistí desesperadamente.

La Gorda no me respondió. Produjo una serie de sonidos involuntarios con los labios. Aparentemente, pensaba cómo contestar a mi inquisición. Aguardé, preparado para tomar nota de lo que dijese. Tras una larga pausa, salió a gatas de la cueva.

-Te mostraré mi débil luz -dijo, con cierta frialdad.

Se dirigió al centro del pequeño barranco, frente a la cueva, y se sentó en cuclillas. Desde donde me encontraba no veía lo que estaba haciendo, de modo que también salí de la cueva. Me detuve a tres o cuatro metros de ella.

Metió las manos bajo la falda, siempre en cuclillas. De pronto, se puso de pie. Unía los puños cerrados flojamente; los elevó por sobre su cabeza y abrió los dedos de golpe. Oí un sonido seco, como un estallido, y vi salir chispas de los mismos. Volvió a cerrar los puños y a abrirlos de golpe, y de ellos surgió otro torrente de chispas larguísimas. Se puso nuevamente en cuclillas y hurgó bajo la falda. Parecía estar extrayendo algo del pubis.

Repitió el movimiento de los dedos, a la vez que ponía las manos por sobre la cabeza, y vi cómo de ellos se desprendía un haz de largas fibras luminosas. Tuve que ladear la cabeza para contemplarlas contra el cielo ya oscuro. Tenían el aspecto de largos filamentos luminosos rojizos. Terminaron por perder el color y desaparecer.

Se puso en cuclillas una vez más y, cuando abrió los dedos, emanó de ellos una asombrosa cantidad de luces.

El cielo estaba lleno de rayos de luz. Era un espectáculo fascinante. Absorbió por completo mi atención; no podía apartar los ojos de él. No observaba a la Gorda. Contemplaba las luces. Repentinamente, un grito me obligó a mirarla, y alcancé a verla asir una de las líneas que generaba y subir hasta la parte más alta del cañón. Estaba allí convertida en una enorme sombra oscura contra el cielo, y luego descendió al fondo del barranco dando tumbos, como si bajara una escalera deslizándose sobre el viento..."


"El segundo anillo de poder", Carlos Castaneda, 1977

  
   

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