«…Y en verdad el comienzo del canto produjo una impresión de inmenso poder.
»Con la primera sílaba, se, comenzó un lento y solemne coro de
decenas y decenas de voces, cuyo sonido grave inundó las naves y aleteó por
encima de nuestras cabezas, aunque al mismo tiempo pareciese surgir del centro
de la tierra. Y mientras, otras voces empezaban a tejer, sobre aquella línea
profunda y continua, una serie de solfeos y melismas, aquel sonido telúrico no
se interrumpió: siguió dominando y se mantuvo durante el tiempo que necesita un
recitante de voz lenta y cadenciosa para repetir doce veces el Ave María. Y como liberadas de todo
temor, por la confianza de aquella sílaba obstinada, alegoría de la duración
eterna, infundía a los orantes, las otras voces (sobre todo las de los
novicios), apoyándose en aquella pétrea e inconmovible base, erigían cúspides,
columnas y pináculos de neumas liquescentes que sobresalían unos por encima de
los otros. Y mientras mi corazón se pasmaba de deleite por la vibración de un
climacus o de un porrectus, de un torculus o de un salicus, aquellas voces
parecían estar diciéndome que el alma (la de los orantes, y la mía, que los
escuchaba), incapaz de soportar la exuberancia del sentimiento, se desgarraba a través de
ellos para expresar la alegría, el dolor, la alabanza y el amor, en un arrebato
de suavísimas sonoridades. Mientras tanto, el obstinado empecinamiento de las voces
atónicas no cejaba, como si la presencia amenazadora de los enemigos, de los
poderosos que perseguían al pueblo del Señor no acabara de disiparse. Hasta
que, por último, aquel neptúnico tumulto de una sola nota pareció vencido, o al
menos convencido, y atrapado, por el júbilo aleluyático que lo enfrentaba, y se
resolvió en un acorde majestuoso y perfecto, en un neuma supino.
El nombre de la rosa, Umberto
Eco, 1980
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