«Regresó después a la discusión del molde del hombre.
»Dijo que verlo por mi cuenta, sin ayuda de nadie, era un
paso importantísimo, porque todos nosotros tenemos ciertas ideas que deben ser
rotas antes de que seamos libres; el vidente que penetra en lo desconocido para
vislumbrar lo que no se puede conocer tiene que estar en un estado de ser
impecable. Me guiñó el ojo y dijo que el estar en un estado de ser impecable es
estar libre de suposiciones racionales y temores racionales. Agregó que tanto
mis suposiciones como mis temores me impedían, en ese momento, realinear las
emanaciones que me harían recordar haber visto el molde del hombre. Me sugirió
que girara mis ojos y me repitió una y otra vez que era verdaderamente
importante recordarlo todo antes de verlo de nuevo. Y como el tiempo se le
acababa no había cabida para mi lentitud acostumbrada.
»Siguiendo su sugerencia, moví los ojos. Casi de inmediato,
olvidé mi incomodidad y de repente recordé que había visto el molde del hombre.
Ocurrió eso años antes, en una ocasión bastante memorable para mí, porque desde
el punto de vista de mi educación católica, don Juan hizo entonces las
declaraciones más sacrílegas que jamás escuché.
»Todo empezó como una conversación amigable mientras subíamos
las faldas de unas montañas en el borde del desierto sonorense. Don Juan me explicaba
lo que me hacía con sus enseñanzas. Nos detuvimos a descansar y nos sentamos en
unas rocas redondas. Siguió explicándome su procedimiento de enseñanza, y esto
me animó a intentar, por centésima vez, hablarle de mis problemas. Resultaba
evidente que ya no quería oír hablar de ello. Me hizo cambiar de niveles de
conciencia y me dijo que si yo viera el molde del hombre, quizá entendería todo
lo que él estaba haciendo conmigo y así nos ahorraríamos ambos años de labores.
»Me dio una explicación detallada de lo que era el molde del
hombre. No habló de él en términos de las emanaciones del Águila, sino en
términos de un patrón de energía que sirve para imprimir las cualidades de lo
humano sobre una burbuja amorfa de materia biológica. Por lo menos así lo entendí
yo, especialmente después de que me lo explicó aún más a fondo usando una
analogía mecánica. Dijo que era como un gigantesco molde, un cuño que produce
seres humanos uno por uno, interminablemente, como si legaran a él sobre una banda
continua de producción en masa. Hizo una vívida mímica del proceso al unir con
gran fuerza las palmas de sus manos, como si el cuño moldeara a un ser humano
cada vez que eran unidas sus dos mitades. Dijo también que cada especie tiene
su propio molde, y cada individuo de cada especie moldeado por el proceso
muestra características particulares de su propia especie.
»Después empezó una elucidación extremadamente inquietante
acerca del molde del hombre.
»Dijo que tanto los antiguos videntes como los místicos de
nuestro mundo tienen una cosa en común, han podido ver el molde del hombre pero
no entienden lo que es. A lo largo de los siglos, los místicos nos han legado
conmovedores relatos de sus experiencias. Pero, por muy hermosos que sean,
estos relatos se ven estropeados por el craso y desesperante error de pensar
que el molde del hombre es un omnipotente y omnisciente creador; los antiguos
videntes estaban igualmente errados al creer que el molde del hombre era un espíritu
amistoso, un protector.
»Me aseguró que los nuevos videntes eran los únicos que
tenían la sobriedad para ver el molde del hombre y para entender lo que es.
»Lo que han llegado a entender es que el molde del hombre no
es un creador, sino el molde de todos los atributos humanos que podamos
concebir, y de algunos que ni siquiera podemos concebir. El molde es nuestro
Dios porque nos acuñó como lo que somos y no porque nos ha creado de la nada
haciéndonos en su imagen y semejanza.
»Don Juan dijo que, en su opinión, el caer de rodillas en
presencia del molde del hombre exuda arrogancia y autocentrismo humano.
»Conforme escuchaba la explicación de don Juan, me preocupé
terriblemente.
»Aunque jamás me consideré un católico practicante, me
escandalizaron sus blasfemas implicaciones. Lo estuve escuchando con atención y
cortesía, pero ansiaba una pausa en su andanada de sacrilegios para poder
cambiar de tema. Pero, sin tregua, siguió recalcando su punto de vista.
Finalmente, lo interrumpí y le dije que yo creía en la existencia de Dios.
Repuso que mi creencia estaba basada en la fe y que, como tal, era una
convicción de segunda mano que no significaba nada; como la de todos los demás,
mi creencia en la existencia de Dios estaba basada en un rumor que circulaba y
no en el acto de ver.
»Me aseguró que aunque yo fuera capaz de ver, era seguro que cometería el mismo error de todos los místicos.
Cualquiera que vea el molde del hombre supone automáticamente que es Dios. Dijo
que la experiencia mística era un ver
fortuito, algo que sucedía una sola vez en la vida, y que no tenía significado
alguno porque era el resultado de un movimiento al azar del punto de encaje.
»Aseveró que los nuevos videntes eran realmente los únicos
que podían emitir un juicio justo sobre este asunto, porque ellos eliminaron el
ver fortuito y eran capaces de ver el
molde del hombre cuantas veces quisieran. Por lo tanto, vieron que lo que
llamamos Dios es un prototipo estático de lo humano, sin poder alguno. El molde
del hombre no puede, bajo ninguna circunstancia, ayudarnos interviniendo a
nuestro favor, ni puede castigarnos por nuestras maleficencias, ni
recompensarnos de ninguna manera. Somos simplemente el producto de su sello,
somos su impresión. El molde del hombre es exactamente lo que dice su nombre,
un cuño, una forma, una moldura que agrupa a un haz particular de elementos, de
fibras luminosas, que llamamos hombre.
»Lo que dijo me hundió en un estado de gran angustia. Pero no
parecía preocuparle mi genuina agitación. Siguió aguijoneándome con lo que
llamaba el crimen imperdonable de los videntes fortuitos, que nos hacen enfocar
nuestra energía irreemplazable en algo que no tiene absolutamente ningún poder
para hacer nada.
»Mientras más hablaba, más crecía mi disgusto. Cuando me vi
tan molesto que estaba a punto de gritarle, me hizo entrar en un estado de
conciencia acrecentada aún más profundo. Me golpeó en el lado derecho, entre la
cadera y las costillas. Ese golpe me hizo remontarme hasta una luz radiante, al
corazón de una diáfana fuente de la más pacífica y exquisita beatitud. Esa luz
era un refugio, un oasis en la negrura que me rodeaba.
»Desde mi punto de vista subjetivo, vi esa luz durante un
periodo de tiempo incalculable. El esplendor de esa visión rebasaba todo lo que
pueda decir, y sin embargo no podía deducir qué era lo que la hacía tan hermosa.
Me vino entonces la idea de que su belleza surgía de un sentido de la armonía,
de una sensación de paz y descanso, de haber arribado, de finalmente estar a
salvo. Me sentí inhalar y exhalar, con quietud y alivio. ¡Qué espléndida
sensación de plenitud! Supe, sin sombra de duda, que ahora estaba cara a cara
con Dios, con el origen de todo. Y sabía que Dios me amaba. Dios era amor y
perdón. La luz me bañó, y me sentí limpio, liberado. Lloré incontrolablemente,
sobre todo por mí mismo. La visión de esa luz resplandeciente me hizo sentirme
indigno, despreciable.
»De pronto, escuché la voz de don Juan en mi oído.
»Dijo que tenía que ir más allá del molde, que el molde era
simplemente una fase, un momento de respiro que le brindaba paz y serenidad
transitoria a aquéllos que viajan hacia lo desconocido, pero que era estéril,
estático. Era a la vez una imagen plana reflejada en un espejo y el espejo en
sí. Y la imagen era la imagen del hombre.
»Resentí apasionadamente lo que decía don Juan; me rebelé
contra sus palabras blasfemas y sacrílegas. Quería insultarlo, pero no podía
romper el poder de retención de mi ver.
Estaba atrapado en él.
»Don Juan parecía saber con exactitud cómo me sentía y lo que
quería decirle. —No puedes insultar al nagual —dijo en mi oído—. Es el nagual
quien te permite ver. La técnica es
del nagual, el poder es del nagual. El nagual es el guía.
»Fue en ese momento en el que me di cuenta de algo acerca de
la voz en mi oído. No era la voz de don Juan, aunque era muy parecida. También,
la voz tenía razón. El instigador de esa visión era el nagual Juan Matus. Eran
su técnica y su poder los que me hacían ver
a Dios.
»Dijo que no era Dios, sino el molde del hombre; yo sabía que
tenía razón. Sin embargo, no podía admitirlo, no por irritación o necedad, sino
simplemente por la absoluta lealtad y el amor que yo sentía por la divinidad
que estaba frente a mí.
»Mientras contemplaba la luz con toda la pasión de la que yo
era capaz, la luz pareció condensarse y vi a un hombre. Un hombre brillante que
exudaba carisma, amor, comprensión, sinceridad, verdad. Un hombre que era la
suma total de todo lo que es bueno. El fervor que sentí al ver a ese hombre
traspasaba todo la que había sentido en la vida. Caí de rodillas.
»Quería adorar a Dios personificado, pero don Juan intervino
y me golpeó en la parte superior izquierda del pecho, cerca de la clavícula, y
perdí de vista a Dios. Quedé presa de un sentimiento mortificante, una mezcla
de remordimiento, júbilo, certezas y dudas. Don Juan se burló de mí. Me llamó
piadoso y descuidado y dijo que yo podría ser un gran sacerdote, un cardenal;
podía incluso hacerme pasar por un líder espiritual que había tenido una visión
fortuita de Dios.
»Jocosamente, me instó a comenzar a predicar y a describirle
a todos cómo era Dios. De manera muy casual pero aparentemente interesada dijo
algo que era mitad pregunta, mitad aseveración.
»—¿Y el hombre? —preguntó—. No puedes olvidar que Dios es un
varón.
»Mientras entraba en un estado de gran claridad, comencé a
tomar conciencia de la enormidad de lo que me decía.
»—Qué conveniente, ¿eh? —agregó don Juan sonriendo—. Dios es un varón. ¡Qué alivio!
El fuego interno, Carlos Castaneda, 1984
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