miércoles, 25 de mayo de 2016

Libros - Confesiones de un gángster económico de John Perkins


La capital del Ecuador, Quito, se extiende a lo largo de un valle volcánico en los Andes, a más de dos mil ochocientos metros de altitud. Los habitantes de esta ciudad, fundada mucho antes de la llegada de Colón a las Américas, están acostumbrados a ver la nieve en las cumbres que los rodean, y eso que viven pocos kilómetros al sur del ecuador.

La ciudad de Shell, avanzadilla fronteriza y puesto militar roturado en la Amazonía ecuatoriana para servir a los intereses de la petrolera cuyo nombre ostenta, está casi dos mil quinientos metros más baja que Quito. Hirviente de actividad, la habitan sobre todo soldados, obreros del petróleo e indígenas de las tribus shuar y quechua que trabajan para aquéllos como peones y prostitutas.

Viajar de una ciudad a otra obliga a recorrer una carretera tan tortuosa como impresionante. Las gentes de estos lugares dicen que durante el trayecto se pasa por las cuatro estaciones del año en el mismo día.

Aunque he conducido muchas veces por esa carretera, nunca me canso de sus espectaculares paisajes. A un lado, el roquedal desnudo, salpicado por cascadas torrentosas y espesuras de bromeliáceas. Al otro, un despeñadero que desciende abruptamente hasta el abismo por cuyo fondo corre el río Pastaza, un afluente del Amazonas que serpentea Andes abajo. Sus aguas provienen de los glaciares del Cotopaxi, uno de los volcanes activos más altos del planeta considerado una deidad en tiempos de los Incas, y van a volcarse en el océano Atlántico, a unos cinco mil kilómetros de distancia.

En 2003 salí de Quito en un todoterreno Subaru y enfilé hacia Shell provisto de una misión muy distinta de cualquiera de las aceptadas por mí con anterioridad. Iba a tratar de poner fin a una guerra que yo mismo había contribuido a desencadenar. Como en tantos otros casos cuya responsabilidad hemos de asumir nosotros los EHM, esa guerra era prácticamente desconocida fuera del país donde tenía lugar. Yo iba a reunirme con los shuar, los quechua y sus vecinos los achuar, los zaparo y los shiwiar; tribus decididas a impedir que nuestras compañías petroleras siguieran destruyendo sus hogares, sus familias y sus tierras, aunque ello significase poner en peligro sus vidas. Para ellos estaba en juego la supervivencia de sus hijos y de sus culturas, mientras que para nosotros era cuestión de poder, de dinero y de recursos naturales. Ese es uno de los muchos aspectos de la lucha por el dominio del mundo, del sueño de unos hombres codiciosos en busca del imperio global. Construir el imperio global es lo que se nos da mejor a los EHM.

Somos una élite de hombres y mujeres que utilizamos las organizaciones financieras internacionales para fomentar condiciones por cuyo efecto otras naciones quedan sometidas a la corporatocracia que dirigen nuestras grandes empresas, nuestro gobierno y nuestros bancos. Al igual que nuestros semejantes de la Mafia, los EHM concedemos favores. Estos adoptan la apariencia de créditos destinados a desarrollar infraestructuras: centrales generadoras de electricidad, carreteras, puertos, aeropuertos o parques industriales. Una de las condiciones de estos empréstitos es que los proyectos y la construcción deben correr a cargo de compañías de nuestro país. y el resultado es que, en realidad, la mayor parte del dinero nunca sale de Estados Unidos. En esencia, sencillamente se transfiere desde los emporios bancarios de Washington a las constructoras de Nueva York, Houston o San Francisco.

Pese al hecho de que el dinero regresa casi enseguida a las corporaciones que forman parte de la corporatocracia acreedora, el país destinatario queda obligado a reembolsado íntegramente, el principal más los intereses. Si el EHM ha trabajado bien, esa deuda será tan grande que el deudor se declarará insolvente al cabo de pocos años y será incapaz de pagar. Cuando esto ocurre, nosotros, lo mismo que la Mafia, reclamamos nuestra parte del negocio. Lo cual comprende, a menudo, una o varias de las consecuencias siguientes: votos cautivos en Naciones Unidas, establecimiento de bases militares o acceso a recursos preciosos corno el petróleo y el canal de Panamá. El deudor sigue debiéndonos el dinero, por supuesto... y otro país más queda añadido a nuestro imperio global.

Mientras conducía de Quito a Shell en mi coche, en aquel día soleado de 2003, mi memoria retrocedió treinta y cinco años, a la primera vez que vi esa parte del mundo. Había leído que Ecuador, pese a su extensión relativamente modesta de 285.000 kilómetros cuadrados, tiene más de treinta volcanes activos, más del 15 por ciento de las especies de aves que hay en la Tierra y miles de especies vegetales todavía pendientes de clasificación. Además, es un país multicultural, donde los habitantes que hablan lenguas indígenas son casi tantos como los que hablan español. A mí me pareció fascinante y, desde luego, exótico; pero, sobre todo, las palabras que acudieron a mi mente en aquel entonces fueron puro, intacto e inocente. Mucho ha cambiado en estos treinta años.

En 1968, época de mi primera visita, la Texaco acababa de descubrir petróleo en la Amazonia ecuatoriana. Hoy el crudo representa casi la mitad de las exportaciones del país. El oleoducto transandino construido poco después de mi primera visita ha derramado desde entonces más de medio millón de barriles sobre la frágil selva tropical: más del doble de lo que supuso el vertido del Exxon Vdldez.2 En la actualidad, un nuevo oleoducto de quinientos kilómetros, y 1.300 millones de dólares de coste, construido por un consorcio patrocinado por los EHM, promete convertir Ecuador en uno de los diez primeros proveedores mundiales de crudo de Estados Unidos. Se han talado superficies inmensas de selva, los guacamayos y los jaguares prácticamente se han extinguido, tres culturas indígenas ecuatorianas han sido llevadas al borde de la desaparición, y varios ríos antes cristalinos se han convertido en vertederos.

Durante ese mismo período, las culturas indígenas empezaron su lucha de resistencia. El 7 de mayo de 2003, por ejemplo, un grupo de abogados estadounidenses presentó, en representación de más de treinta mil indígenas ecuatorianos, una demanda contra ChevronTexaco Corp por una cuantía de 1.000 millones de dólares. El escrito afirma que de 1971 a 1992 la petrolera gigante derramó en ríos y charcas más de 18 millones de litros diarios de efluentes tóxicos -es decir, aguas contaminadas con petróleo, metales pesados y carcinógenos- y que la compañía dejó a sus espaldas casi 350 pozos a cielo abierto llenos de contaminantes que siguen matando a humanos y animales.

A través de las ventanillas de mi todoterreno podía ver grandes bancos de niebla procedentes de la selva que remontaban las quebradas del Pastaza. Yo llevaba la camisa empapada de sudor y el estómago empezaba a revolvérseme, pero la causa no era sólo el intenso calor tropical y el serpenteo incesante de la carretera. Empezaba a pagar mi tributo, conociendo el papel desempeñado por mí en la destrucción de aquel bello país. Porque debido a la acción de mis colegas EHM y mía, Ecuador está hoy mucho peor de lo que estaba antes de introducir allí las maravillas de la ciencia económica, la banca y la ingeniería modernas. Desde 1970 y durante ese intervalo llamado eufemísticamente el Boom del Petróleo, el índice oficial de pobreza pasó del 50 al 70 por ciento de la población. El desempleo y el subempleo aumentaron del 15 al 70 por ciento, y la deuda pública pasó de 240 millones de dólares a 16.000 millones. Al mismo tiempo, la proporción de la renta nacional que reciben los segmentos más pobres de la población decayó del 20 al 6 por ciento.

El caso de Ecuador, por desgracia, no es excepcional. Casi todos los países congregados por nosotros, los gángsteres económicos, bajo el paraguas del imperio global han corrido una suerte parecida.6 La deuda del Tercer Mundo sobrepasa los 2,5 billones de dólares y su coste -más de 375.000 millones de dólares al año según datos de 2004- excede el total de lo que gasta el Tercer Mundo en sanidad y educación, y equivale a veinte veces toda la ayuda extranjera anual que reciben los países en vías de desarrollo. Más de la mitad de "la población mundial sobrevive con menos de dos dólares al día por cabeza, más O menos lo mismo que recibía a comienzos de la década de 1970. Mientras tanto, en el Tercer Mundo el 1 por ciento de las familias más ricas acumula entre el 70 y el 90 por ciento de las fortunas privadas y del patrimonio inmobiliario de sus países (el porcentaje varía según el país que consideremos).

Levanté el pie del acelerador para entrar en las calles de Baños, hermoso centro turístico famoso por sus balnearios. Las aguas termales proceden de ríos volcánicos subterráneos que bajan del muy activo monte Tungurahgua. Los niños corrieron junto al Subaru agitando los brazos y tratando de vendemos goma de mascar y caramelos. Luego dejamos Baños atrás. La espectacular belleza del panorama desapareció de súbito conforme salíamos del paraíso y entrábamos en una versión moderna del Infierno de Dante.

Sobre el río se alzaba un monstruo descomunal, una inmensa pared gris de hormigón que desentonaba allí por completo. Era algo absolutamente antinatural e incompatible con el paisaje. A mí, por supuesto, no tenía por qué sorprenderme su presencia. Sabía que estaba allí, al acecho, como si me esperase. La había visto muchas veces antes, y la había elogiado como símbolo de los grandes éxitos del gangsterismo económico. Aun así, se me puso la piel de gallina.

Esa pared tan horrorosa como incongruente es el embalse que contiene la fuerza impetuosa del río Pastaza y desvía sus aguas hacia unos gigantescos túneles excavados en la montaña, para transformar su energía en electricidad. Se trata de la planta hidroeléctrica de Agoyan. Con su potencia de 156 megavatios, abastece a las industrias que enriquecen a un puñado de familias ecuatorianas y ha sido fuente de inenarrables desgracias para los campesinos y los pueblos indígenas que viven a orillas del río. Esa central hidroeléctrica no es más que uno de los muchos proyectos desarrollados gracias a mis esfuerzos y los de otros gángsteres económicos. Y esos proyectos son la razón de que Ecuador forme hoy parte del imperio global, y el motivo por el cual los shuar, los quechua y sus amigos amenazan con la guerra a nuestras compañías petroleras.

Gracias a estos proyectos, Ecuador está agobiado por la deuda externa hasta tal punto que se ve obligado a dedicar una proporción exorbitante de su renta nacional a devolver los créditos, en vez de emplear su capital en mejorar la suerte de sus millones de ciudadanos que viven en la pobreza extrema. El único recurso que Ecuador tiene para cumplir sus obligaciones con el extranjero es la venta de sus selvas tropicales a las compañías petroleras. O más exactamente, una de las razones por las que el gangsterismo económico puso sus miras en el Ecuador, para empezar, fue que según algunas estimaciones el océano de petróleo encerrado en el subsuelo de su región amazónica podría rivalizar con los yacimientos de Oriente Próximo. El imperio global reclama su parte del negocio en forma de concesiones de prospección y explotación.

La demanda cobró especial urgencia después del 11 de septiembre de 2001, cuando Washington temió que se cerrasen las espitas de Oriente Próximo. Para colmo, Venezuela, el tercer proveedor de Estados Unidos, acababa de elegir a un presidente populista, Hugo Chávez, que se pronunciaba enérgicamente en contra de lo que él llamaba el imperialismo estadounidense, y amenazaba con recortar los suministros de petróleo a Estados Unidos. Los gángsteres económicos habíamos fracasado en Iraq y en Venezuela, pero tuvimos éxito en Ecuador. En aquellos momentos se trataba de ordeñar la vaca hasta la última gota.

El caso de Ecuador es típico de entre los países que los EHM han doblegado política y económicamente. De cada 100 dólares de crudo extraídos de las selvas ecuatorianas, las petroleras reciben 75 dólares. Quedan 25 dólares, pero tres de cada cuatro de éstos van destinados a saldar la deuda extranjera. Una parte del resto cubre los gastos militares y gubernamentales, lo que deja unos 2,50 dólares para sanidad, educación y programas de asistencia social en favor de los pobres.9 Es decir, que de cada 100 dólares arrancados a la Amazonia, menos de 3 dólares van a parar a los más necesitados -aquellas personas cuyas vidas se han visto perjudicadas por los pantanos, las perforaciones y los oleoductos, y que están muriendo por falta de alimentos y de agua potable. Todas estas personas - millones en Ecuador, miles de millones en todo el mundo- son terroristas en potencia. No porque crean en el comunismo, ni en el anarquismo, ni porque sean intrínsecamente perversas, sino porque están desesperadas, sencillamente. Al contemplar la presa hidráulica me pregunté, tal como me ha pasado en otros muchos lugares del mundo, cuándo pasarán a la acción esas personas; como los colonos de Norteamérica contra Inglaterra hacia la década de 1770, o los criollos contra los españoles a comienzos del siglo XIX.

La sutileza de los constructores de este imperio moderno deja en evidencia a los centuriones romanos, los conquistadores españoles y las potencias coloniales europeas de los siglos XVIII Y XIX. Nosotros los EHM somos hábiles. Hemos aprendido las enseñanzas de la historia. No llevamos espada al cinto. No usamos armaduras ni uniformes que nos diferencien de los demás. En países como Ecuador, Nigeria e Indonesia vamos vestidos como los maestros de escuela o los tenderos locales. En Washington y París adoptamos el aspecto de los burócratas públicos y los banqueros. Parecemos gente modesta, normal.


Inspeccionamos las obras de ingeniería y visitamos las aldeas depauperadas. Profesamos el altruismo y hacemos declaraciones a los periódicos locales sobre los maravillosos proyectos humanitarios a que nos dedicamos. Desplegamos sobre las mesas de reunión de las comisiones gubernamentales nuestras previsiones contables y financieras y damos lecciones en la Harvard Business School sobre los milagros macroeconómicos. Somos personajes públicos, sin nada que ocultar. O por lo menos nos presentamos como tales y como tales se nos acepta. Así funciona el sistema. Pocas veces hacemos nada ilegal, porque el sistema mismo está edificado sobre el subterfugio. El sistema es legítimo por definición. 


No obstante (y ésa es una salvedad esencial), cuando nosotros fracasamos interviene otra especie mucho más siniestra, la que nosotros, los gángsteres económicos, denominamos chacales. Esos sí son émulos más directos de aquellos imperios históricos que he mencionado. Los chacales siempre están ahí, agazapados entre las sombras. Cuando ellos actúan, los jefes de Estado caen, o tal vez mueren en «accidentes» violentos.10 Y si resulta que también fallan los chacales, como fallaron en Afganistán e Iraq, entonces resurgen los antiguos modelos. Cuando los chacales fracasan, se envía a la juventud estadounidense a matar y morir.

Mientras dejaba atrás el monstruo, la pared mastodóntica de hormigón gris que encarcela el río, noté de nuevo el sudor que empapaba mis ropas y la angustia que me atenazaba el estómago. Me dirigía hacia la selva para reunirme con los pueblos indígenas decididos a luchar hasta el último hombre para frenar a ese imperio que yo había contribuido a crear, y me invadían los remordimientos.

¿Cómo era posible que se hubiese metido en tan sucios asuntos un chico de
pueblo, un muchacho provinciano de New Hampshire? me preguntaba.